El siguiente escrito fue hecho por un argentino que vive hace 13 años en Suiza. :»Cuesta deshacerse de los hábitos, tanto de los buenos como de los malos. Tardé alrededor de un año en internalizar los límites de velocidad suizos. Aquí la máxima dentro de un pueblo o de una ciudad oscila entre 30 y 50 km por hora. Si se exceden más de 5 km/h las velocidades estipuladas, la multa es de 10 francos (unos diez dólares estadounidenses) por cada kilómetro de más. Durante ese primer año, las multas llegaron con insistencia al buzón de mi casa. Y aquí las multas hay que pagarlas. Si uno se demora, llega una carta que respetuosamente llama la atención sobre el olvido. Así, hasta tres advertencias. De no saldar la deuda, la siguiente instancia consiste en que un agente, sin prevenir ni hacer escándalo, localizará el auto en el domicilio registrado y procederá a retirarle las patentes. Tan simple como eso. Conducir sin patentes en Suiza es imposible. Para volver a manejar el vehículo en cuestión habrá que recuperar las patentes, previo pago de la multa más los gastos, que serán, ahora sí, bastante elevados. A la hora de entrar en relación con la norma, incluso una velocidad máxima, un suizo o un residente avezado se dice: «Tengo interés en que no me multen ya que aquí no hay soborno, puesta en escena ni lamentación que valga. Tarde o temprano habrá que pagar. Pero antes que nada quiero cumplir la regla; así nos lo han enseñado desde chicos. ¿Por qué debería ser de otra manera?» El respeto por la ley define en buena medida la sociedad suiza. Mis hijas, que se han educado aquí, cruzan la calle por el pasaje de cebra. No fuimos sus padres los que insistieron en eso. Tampoco lo hacen por miedo al castigo. Sucede que, en la escuela primaria, cada año desde el primero de escolarización, realizan salidas cívicas. Son jornadas en las que los alumnos salen a la calle acompañados por dos agentes de la policía local, que les explican cómo se debe cruzar la calle, cómo andar en bicicleta, etcétera. Así de simple. Todos los chicos repiten el mismo gesto de agradecimiento hacia el conductor que aguarda mientras ellos cruzan. Los conductores, por su parte, saben que apenas un peatón denota intención de cruzar ellos deben detenerse. Esta norma cuyo imperio todos acatan, permite que en una ciudad como Lausanne la gran mayoría de las intersecciones no necesiten semáforos. Una anécdota personal ilustra esta internalización de la ley. Para un suizo medio, sin advertirlo siquiera, la ley da forma, informa, como dirían los griegos, condiciona y configura desde dentro, permite el desarrollo. ¡Qué lejos estamos en la Argentina de esta internalización de la ley! Al contrario del caso suizo, parecería que en nuestro país la ley es vista como un límite impuesto desde afuera, que constriñe, y contra el que debemos revelarnos porque oprime. No informa, sino que deforma. Es un accidente a salvar o eludir, y de ningún modo una condición necesaria. Muchas veces se critica a los suizos por su sumisión a la ley, como si el ejercicio de la libertad tuviera que ver necesariamente con su negación. Cuando en el seno de una sociedad la ley ya no configura ni define, cuando la anomia se instala, es que el capricho narcisista de los que de ella disponen a su arbitrio ya ha ganado la batalla.
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