Era domingo, a la hora del almuerzo. Mi hermana chequeó el teléfono y reportó el estado de Facebook de una amiga: «Comiendo ravioles en lo de mamá». Mi viejo interrumpió la masticación de un salamín, levantó las cejas y dijo: «¿Eso pone?». Nos reímos de su asombro, que tenía bastante sentido, y de nuestro acostumbramiento a la gimnasia absurda de las redes sociales. Lo que estamos generando con nuestras actualizaciones de estado son piezas para una autobiografía del instante. Datos anodinos que alimentan el panegírico interactivo que, con suerte, alguien proyectará en nuestros funerales. Son, también, un intento desesperado de manipular el tiempo, de hacernos visibles, relevantes. O incluso desdichados, pero que esa desdicha, al ser teatralizada en digital, encuentre puntos de identificación en los otros, en el concierto tragicómico de la vida. Las redes son un camino posible para contrarrestar la soledad, aunque muchas veces resaltan el carácter solitario de nuestra existencia. No nos riamos entonces del que comparte en sus cuentas lo que está por almorzar un domingo. Es alguien que busca compañía. Aun cuando no esté solo en la mesa, aun cuando su mamá le esté sirviendo un plato caliente de ravioles.
Por: Pablo Plotkin (fuente La Nación)
Por: Pablo Plotkin (fuente La Nación)
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